Izquierda y derecha, la silla de la reina y la acústica del mundo



Llegó al teatro sola, como acostumbraba los martes en la tarde con su botella de agua y un paquete grande de choclitos.  Giró a la izquierda como siempre y se sentó en la última fila de la platea de abajo segunda silla del corredor a la izquierda, que no era precisamente la silla de la reina por donde entraba un incómodo rayo de luz que impedía ver lo que al frente sucedía, ni la silla de la acústica  de pozo, donde las voces del escenario entran como si dieran la espalda al oyente y el hablante hablase a través de un tarro de lata.

Era su silla favorita y siempre estaba vacía porque a esa hora de la tarde, solo iban dos o tres ancianos y el mismo grupo de jubilados que gustan de los clásicos, que luego discutirán la película en la plazoleta central del Carlos E Restrepo tomando aromáticas de frutas o té verde. Esta solitaria no es especialmente bella, a pesar de que su nariz tiene una deliciosa curva respingada y su mentón un curioso hoyuelo que realmente provoca acariciar, pero le gusta mucho el cine clásico de los 40 y lo conoce bastante bien y repite y repite los ciclos de películas y conoce las escenas como si ella misma las hubiera construido con su ingenio y repite cada frase en el momento preciso. Llora con las actrices y las Bandas sonoras. Luego, sale del teatro a leer un libro de cuentos o a especular en algún café, a mirar, solo eso, porque es una mirona especuladora de vidas acomodadora de momentos, clasificadora de ojos.

Llegó al teatro el mismo martes a la misma hora, cansado de habitar las ruas, cansado de su trabajo y de leer los libros de sociología jurídica. Odiaba los códigos y leyes y empezaba a odiar la sociología con toda la pasión con que estudió sociología contemporánea y las revoluciones políticas y las teorías del conflicto, empezaba a odiar el mundo, odiaba a Silvia por arrancarle el aire, por no dejarlo respirar, por celosa e insegura, por perseguirlo con mensajes en el whatsapp a toda hora preguntándole que dónde andaba y que con quién, que por qué no había llegado a clase de su maestría, a la que quería renuncia por culpa de Silvia, de la misma sociología política y del mundo. Quería paz y se largó para la Piloto a ver cualquier cosa, apagó su celular y se sentó en la platea de abajo segunda silla a la derecha del pasillo.

Don Antonio estaba sentado en la silla del centro entre la solitaria y el hombre que odiaba y remasticaba unas pajitas y comentaba la película. Ambos lo miraban incómodos pero no podían hacer nada, pues don Antonio leía en voz alta los subtítulos porque en verdad no veía bien y era la única forma de no perderse el hilo de la cuestión, así que ambos decidieron hacer caso omiso al rumiante parlanchín y se sumergieron en el mundo del cine de los 40.

El hombre que odiaba, pensaba mientras pasaban los primeros nombres con la música de Daniele Amfitheatrof, que tal vez en esa película reconociera un amor soñado, una mujer solitaria que escribe a un hombre cansado regalándole la perspectiva del observador y brindando con acotes inteligentes la recolección paciente de momentos de toda una vida y la clasificación de caprichos anatómicos guardados en la memoria.

Sus ojos color miel miraban sorprendido, como si vieran por primera vez, sus oídos ocultos en unos encantadores bucles cortos, escucharon como si escucharan por primera vez. No sabía nada del cine de los años 40 y por primera vez se dejó llevar como si frente a él le guiara una hermosa mujer blanca a su cama.

Se olvidó de la sociología, se olvidó de Silvia, se olvidó del mundo el bello joven de ojos color miel, y cuando encendieron las luces, se levantó conmovido. El anciano Don Antonio aplaudía emocionado y por primera vez la solitaria y el hombre que odiaba, se miraron cuestionados.

Sus ojos conversaron por dos segundos. La solitaria asombrada por esos ojos miel profundos, le preguntó sin pronunciar palabra si le había gustado la película, sabía el nombre de la actriz y del actor y el nombre del director. Quería preguntarle si él también los sabía. El hombre que odiaba se fijó en la especialidad de su mentón pero volvió a pensar en su celular y lo encendió. Los dos escondieron sus ojos. Ella clasificó su mirada y guardó sus ojos color miel entre los momentos silenciosos poco acostumbrados.


Ambos salieron del teatro. Ella a su libro de cuentos y su café, hacia la derecha, el a su sociología política y su odiada Silvia, hacia la izquierda. 

Ella volvería el martes siguiente. 
El seguiría odiando la sociología política.

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