Día #16 Polaroid. Érase una vez una tarde, unos niños y una abuela
Veinte días de nimiedades
Es una máquina de coser
manual la de mi abuela, funciona dando manivela y es una máquina muy vieja. Yo
admiro esos tejidos, cuidadosamente cosidos a mano, tan coloridos, llenos de
flores, prensados con un cuidado escrupuloso, tan pulido como era ella,
minuciosa, cuidadosa, dedicada.
El
maíz debía quedar bien pilado, el blanco debía ser estrictamente blanco y las
ollas debían ser religiosamente brillantes. La madera debía quedar más que
limpia y todo debía relucir tan clínicamente limpio como un espejo. Cuando
estaba a su cuidado salía para mi escuela, con mi uniforme rosado, impecable,
con mis medias blancas y mi pelo peinado con las moritas que hacía en mi
cabello con la peineta roja que guardaba celosamente en su cajón y con la
vasija roja de un lavadero gigantesco que era un misterio y el que mi pequeño
cuerpo veía como un lago de aguas estancadas.
Todo
estaba bien puesto y todo tenía un lugar cuidado en el espacio. El banquito que
siempre recuerdo, los baúles que eran un misterio, la radio a la que solo podía
ella acceder, los casetes que escuchaba con la atención del que ostenta de un
oído absoluto, el calendario naranjado, la cesta de “parva” que guardaba tras
de la puerta con buñuelos duros que sabían tan bien con esa agua de panela que
solo sabía a ella, no probaré nunca una igual. El sonido del caminador por el
pasillo.
La condición del ser es tal vez la incertidumbre desde el principio de
los tiempos en que se nombró la palabra mundo y la palabra vida. Parece que se
le dio un matiz de oscuridad y de desequilibrio cuando se nombró la palabra
miedo y la palabra muerte. Doña Elisa, la madre de mi madre a quien estos
labios nombraban abuela y quien ha sido la dueña de los más grandes recuerdos de
los primeros años de mi vida hasta los últimos tiempos, ha muerto. Ahora repito
en mi cabeza la palabra “Abuela” y su significado se ha pintado de una sepia
ligera y ha quedado en el tiempo con un pie de foto que dice: Erase una vez.
Puedo
recordarla sentada en su cama con su máquina de coser manual, tejiendo sábanas
y almohadas de colores. Los dobleces debidamente planchados y las costuras
debidamente pulidas. Todo en ella era minucioso. Su casa
tenía el olor y la frescura de los jardines, todo estaba impecable y su cuarto
era el misterio de los cuentos, una especie de laberinto que guardaba enigmas.
Su andar pausado, sostenido por un caminador que recorre los recovecos de las
mañanas de sábados de infancia está en la memoria y se paseas tan despacio como
se paseó ella por el tiempo y la vida.
Dos
niños se sentaban ante el televisor y la abuela se siente en un extremo del
salón. Lo que asisten en el aparato se llama: El animal y el hombre, un
programa que en la memoria del niño sonará a ensueño, una imagen confundida
entre las luces amarillas y rojas de un atardecer perdido en el tiempo, sombreado
por las horas y el pasado. Ella cabecea y ve el programa hacia adentro de su
cuerpo, los niños, planean una expedición hacia el televisor para cambiar el
programa y poder ver los dibujos animados del canal A. Se paran de las sillas
mecedoras de color violeta y en punticas de pie se dirigen al aparato con unas
ganas de soltar una carcajada que contienen por temor a que la abuela despierte
y entonces cuando están a punto de emprender la campaña rumbo al programa más
joven la abuela despierta y frustra la empresa.
Erase una vez una tarde, unos
niños y una abuela.
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