Luneció en el país de las soledades




Al otro lado del ordenador, pululaban las estrellas sobre los rostros que contemplaban ansiosos los alfabetos, pequeños pedazos de plástico en una lámina de lata. Pequeñas ventanitas por donde se asoman los curiosos gatos cíclopes, amistosos, diplomáticos, impetuosos... saludos distantes, llenos de palabras tan ausentes como el sol en el invierno. Luneció en el país de las soledades. Los solitarios riscos observan empinados los muelles sin amantes, que no transitan hace tanto, que se olvidaron de las estrellas y de contar acompasadas olas entre beso y beso, entre abrazo y abrazo. Luneció, sí. Allá, al otro lado de esta presencia virtual están sus ojos. Estás tú, con esa bendita manía de comparecer, con esas ganas estrepitosas del canto desgarrado del lobo estepario, con la maravillosa ambición de comerse el mundo. Lo presiento, lo siento después de presentirlo, con la advertencia adjunta y la promesa anexa. En una vida pasada fuimos él un fraile y yo una lugareña que lo sedujo. En una vida pasada fui yo un soldado que murió en la guerra mirando su foto. En una vida pasada fui yo un docente lleno de resabios y él una alumna seductora que abría sus piernas mientras recitaba frases en latín… en una vida pasada fuimos dioses y pordioseros… en esta vida somos estrellas distantes, el un piloto de avión, yo capitán de un barco. Luneció en el país de las soledades… y esa estrella, Ilona distante, me habla del sueño y lujuriosas sirenas que juegan en el pozo de sus ojos. Su alfabeto tiene otras remitentes. 

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